Cuando terminé de trabajar aquel lunes, me senté en
el bar de la esquina, dónde el dueño me servía una jarra de cerveza más de la
conveniente y no hacía preguntas. El cielo estaba cubierto y sabía que llovería
en breve sólo con oler el aire. Para ser verano se respiraba una atmósfera
melancólica y triste por donde quiera que fuese. Mientras miraba a la gente
pasear por la calle, empezó a sonar en la radio ‘’This Time Tomorrow’’ de The
Kinks. El corazón se me revolvió un poco
y me acordé de aquel verano hacía treinta años, y de ella, por supuesto.
Era suave como la piel del melocotón. Tenía la piel
muy blanca y el pelo muy oscuro; cortado muy recto, justo por debajo de las
orejas. La conocí el primer día de agosto y me enamoré de ella un segundo antes
de que me dedicase su primera sonrisa.
Recuerdo que
aquel día llevaba una falda de tablas azul pastel y una camisa blanca de
asillas muy ajustada. Estaba preciosa. Ella ya sabía que yo estaba loquísimo
por ella, y yo también sabía que ella lo estaba por mí; algo que nunca
entenderé porque por esa época era un chiquillo más bien flacucho y sin mucha
gracia. Pero nunca me importó demasiado no estar a su altura, nos entendíamos
muy bien y eso era todo lo que nos hacía falta.
Cuando
llegué a su casa de la playa –dónde pasaba el verano con su abuela, que se
pasaba el día entero en el casino- le di un tulipán blanco – era la primera vez
que le regalaba una flor a una chica-, ella no dijo nada, pero vi como lloraba
mientras lo ponía en un bote con agua. Había empezado a llover, y es que por
esa época, a pesar de ser verano, el clima era muy lluvioso y húmedo. Cerró la
puerta con llave y puso un vinilo de The Kinks y me cogió de la mano.
Nunca supe
si yo fui su primer amor, pero ella sí que fue el mío. Marcó ese verano y el
resto de mi vida. A partir de aquel agosto no pude dejar de buscar sus ojos
azabaches en la cara de todas las chicas que conocía. Me sentó en la cama y
apoyó su cabeza sobre mi hombro mientras me rodeaba con los brazos.
Entonces
empezó a llorar y me contó que su padre le pegaba desde pequeña, que hacía poco
se lo había dicho a su madre, que ese
agosto sería el último que pasaría en América, que cuando empezase el instituto
se iría a Francia con su madre, que me había cogido mucho cariño y que me
echaría mucho de menos, pero que no quería romperme el corazón.
Me empezó a
besar los dedos y luego, los labios. Ya la había besado antes, pero sus
lágrimas, su impotencia hacia la mudanza, mi rabia por el daño injusto causado
por su padre, mis ganas de protegerla, la lluvia sobre el tejado y el palpable
e imparable paso del tiempo hicieron que esos besos fuesen demasiado como para
que no perdiera el control. La quería muchísimo.
Mi primera
vez fue especial. Tras hacerlo con ella
no volví a sentir nada parecido por nadie. Ni siquiera con mi primera mujer.
Ese verano sentí muchas cosas que nunca volvería a sentir en el resto de mi
vida. Después de aquel día no la volví a
ver nunca más. Tampoco recibí una carta ni una llamada. Nada. La eché mucho de
menos y decidí que trabajaría duro, ahorraría dinero y la iría a buscar a
Francia. Pero nunca lo hice, a los cinco años de que se fuera, conocí a mi
primera esposa y pensé que ya no la volvería a echar de menos, o de más, nunca
estuve seguro.
Treinta años
después de que ella pusiese aquel vinilo, sigo deseando que el destino me
brinde una nueva oportunidad de contemplar aquellos ojos color azabache que
quitaban el aliento; de tocar aquella piel suave como la del melocotón; de
sentir su mano sobre la mía, ambas empapadas por el sudor de aquel verano
especialmente húmedo; de volver a tirarnos de las rocas al inmenso océano y
sentirnos infinitos; de ser joven otra vez y hacer las cosas que quiero de
corazón y no las que debo hacer por lógica; de leer más libros y menos cómics;
de usar más el instinto que la razón; y,
sobre todo, pero no menos importante, de volver a ver aquella sonrisa no tan
perfecta, pero lo suficientemente imperfecta para que yo la considerase la más
perfecta entre todas las que vería jamás.
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