8 de agosto de 2014

This time tomorrow

 Cuando terminé de trabajar aquel lunes, me senté en el bar de la esquina, dónde el dueño me servía una jarra de cerveza más de la conveniente y no hacía preguntas. El cielo estaba cubierto y sabía que llovería en breve sólo con oler el aire. Para ser verano se respiraba una atmósfera melancólica y triste por donde quiera que fuese. Mientras miraba a la gente pasear por la calle, empezó a sonar en la radio ‘’This Time Tomorrow’’ de The Kinks. El corazón se me  revolvió un poco y me acordé de aquel verano hacía treinta años, y de ella, por supuesto.
Era suave como la piel del melocotón. Tenía la piel muy blanca y el pelo muy oscuro; cortado muy recto, justo por debajo de las orejas. La conocí el primer día de agosto y me enamoré de ella un segundo antes de que me dedicase su primera sonrisa.
  Recuerdo que aquel día llevaba una falda de tablas azul pastel y una camisa blanca de asillas muy ajustada. Estaba preciosa. Ella ya sabía que yo estaba loquísimo por ella, y yo también sabía que ella lo estaba por mí; algo que nunca entenderé porque por esa época era un chiquillo más bien flacucho y sin mucha gracia. Pero nunca me importó demasiado no estar a su altura, nos entendíamos muy bien y eso era todo lo que nos hacía falta.
  Cuando llegué a su casa de la playa –dónde pasaba el verano con su abuela, que se pasaba el día entero en el casino- le di un tulipán blanco – era la primera vez que le regalaba una flor a una chica-, ella no dijo nada, pero vi como lloraba mientras lo ponía en un bote con agua. Había empezado a llover, y es que por esa época, a pesar de ser verano, el clima era muy lluvioso y húmedo. Cerró la puerta con llave y puso un vinilo de The Kinks y me cogió de la mano.
  Nunca supe si yo fui su primer amor, pero ella sí que fue el mío. Marcó ese verano y el resto de mi vida. A partir de aquel agosto no pude dejar de buscar sus ojos azabaches en la cara de todas las chicas que conocía. Me sentó en la cama y apoyó su cabeza sobre mi hombro mientras me rodeaba con los brazos.
  Entonces empezó a llorar y me contó que su padre le pegaba desde pequeña, que hacía poco se lo había dicho a su madre,  que ese agosto sería el último que pasaría en América, que cuando empezase el instituto se iría a Francia con su madre, que me había cogido mucho cariño y que me echaría mucho de menos, pero que no quería romperme el corazón.
 Me empezó a besar los dedos y luego, los labios. Ya la había besado antes, pero sus lágrimas, su impotencia hacia la mudanza, mi rabia por el daño injusto causado por su padre, mis ganas de protegerla, la lluvia sobre el tejado y el palpable e imparable paso del tiempo hicieron que esos besos fuesen demasiado como para que no perdiera el control.  La quería muchísimo.
 Mi primera vez  fue especial. Tras hacerlo con ella no volví a sentir nada parecido por nadie. Ni siquiera con mi primera mujer. Ese verano sentí muchas cosas que nunca volvería a sentir en el resto de mi vida.  Después de aquel día no la volví a ver nunca más. Tampoco recibí una carta ni una llamada. Nada. La eché mucho de menos y decidí que trabajaría duro, ahorraría dinero y la iría a buscar a Francia. Pero nunca lo hice, a los cinco años de que se fuera, conocí a mi primera esposa y pensé que ya no la volvería a echar de menos, o de más, nunca estuve seguro.

 Treinta años después de que ella pusiese aquel vinilo, sigo deseando que el destino me brinde una nueva oportunidad de contemplar aquellos ojos color azabache que quitaban el aliento; de tocar aquella piel suave como la del melocotón; de sentir su mano sobre la mía, ambas empapadas por el sudor de aquel verano especialmente húmedo; de volver a tirarnos de las rocas al inmenso océano y sentirnos infinitos; de ser joven otra vez y hacer las cosas que quiero de corazón y no las que debo hacer por lógica; de leer más libros y menos cómics; de usar más el instinto que la razón;  y, sobre todo, pero no menos importante, de volver a ver aquella sonrisa no tan perfecta, pero lo suficientemente imperfecta para que yo la considerase la más perfecta entre todas las que vería jamás.

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